La Voz

Venga, hazlo ya. La voz dentro de su cabeza no paraba de hablarle, susurrarle cosas terribles que jamás hubieran pasado por su imaginación. No tiene sentido que lo demores por más tiempo, mátalos a todos, coge ese maldito trasto y acaba con ellos.

—No —gimió el niño, acurrucado en un rincón de su habitación.

 

No me seas cobardica, Pedrito. Te necesito para este trabajo, no me puedes fallar ahora, después de todo lo que planeamos.

 

El angustiado niño de diez años miró hacia el techo y se llevó el pulgar a la boca. No recordaba cuándo había empezado a oír la voz serpentina dentro de su cabeza, tan sólo lo que le había dicho. Estando él con sus padres de regreso de una larga y agradable tarde en el campo, después de pasar con el coche familiar junto a un ruinoso bloque de edificios, sintió un intenso dolor de cabeza que se le pasó después de unos segundos. Al llegar a su casa, después de la cena en familia y un rato de televisión, fue a su habitación para acostarse. No había pasado mucho rato desde que se había metido en la cama cuando oyó por primera vez aquella desagradable voz sibilante. Hola, Pedrito, le había dicho en esa ocasión, tú no me conoces, pero yo a ti sí. Necesito que hagas algo por mí. Quiero que mates. Pedro, mata por mí.

 

A partir de entonces, todos los días recibía la inoportuna visita de la siniestra voz, que le instaba a matar, a acabar con las vidas de todos aquellos que encontrara. Sus padres, preocupados, acabaron por llevarlo al psicólogo, quien le diagnosticó esquizofrenia, no sin cierta extrañeza por la juventud del paciente. Le recetó un tratamiento a base de antipsicóticos. Durante un tiempo, las pastillas que tenía que tomar a diario parecían funcionar. Pese a los efectos secundarios del fármaco, el niño se sentía feliz de no volver a escuchar aquella horrible voz.

 

Aproximadamente un año después de empezar el tratamiento, la voz volvió. Aquel día se había levantado de buen humor. Era una mañana soleada, con un precioso cielo color azul celeste y sin la presencia de ninguna nube solitaria que estropeara el conjunto. Fue al colegio como todos los días, jugó un rato con sus amigos, hizo los deberes, cenó y vio un rato la televisión. No era más que un día normal y corriente, pero pronto el terror nació en el corazón del pobre chaval. Después de tomarse el antipsicótico que le había recetado el psicólogo, fue a la cama a dormir. Entonces, empezó a escuchar una perversa risa que le estremeció hasta los pies. Una conocida voz le susurraba dentro de su cabeza. ¿Pensabas que te ibas a librar de mí? Fue divertido esperar todo un año para que albergaras falsas esperanzas. Será mejor que dejes de tomar esas pastillas, te necesito despierto. Tienes una obligación que cumplir, ¿recuerdas? ¡Mata por mí! Las últimas palabras las pronunció en un tono tan alto que el niño se estremeció de miedo. Al borde de las lágrimas, cerró los ojos y se tapó la cara con la sábana y la colcha de la cama, incapaz de acallar la voz.

 

Mientras recordaba los sucesos de los últimos años, el niño se mecía de atrás hacia delante, con el pulgar en la boca. No quería hacer lo que le pedía la voz, pero sabía que ella le obligaría si era preciso. Siempre conseguía imponerse a su voluntad. De pronto, sintió una sacudida, como si alguien le hubiera cogido por los hombros y lo hubiese zarandeado con violencia. Deja de meterte el dedo en la boca como un bebé, le increpó la voz con un matiz de impaciencia en su tono, levántate ya y haz lo que tienes que hacer. Te necesito para este trabajo. No te comportes como un niño pequeño, eres ya todo un hombrecito, no me puedes fallar ahora. Ahora levántate y coge ese maldito trasto. Sin él, no harás nada.

 

El niño se levantó de mala gana. Unas profundas ojeras estropeaban su rostro infantil. Hacía días que no dormía, y eso empezaba a hacer mella en su estado de ánimo. Lentamente, se acercó a la cama, todavía sin hacer, y miró debajo de ella. Vio lo que buscaba, una alargada caja negra, oculta bajo un montón de ropa sucia. Apartó la tapa y se reveló el interior. Dentro había un rifle Sniper SVD Dragunov, preparado para cargar munición de 7.62 milímetros. Pedro conocía el modelo del fusil porque la voz se lo había dicho. Eso y dónde debía encontrarla. Y, efectivamente, el rifle estaba justo en el lugar que le había indicado la voz, pero no recordaba ni dónde ni cuándo había sido. Todo aquello se había borrado de su memoria. No te preocupes, yo te ayudaré a usarlo, dijo la voz, en cuanto lo hayas cargado, yo me ocuparé de todo. El niño cogió de la caja un cartucho 7N14 y lo introdujo en la parte inferior del fusil, tal como le había enseñado. Cogió más cartuchos de munición y los guardó en los bolsillos. Salió del cuarto.

 

En el pasillo se encontró a su padre, que estaba arreglando por millonésima vez la lamparita de la mesilla. El hombre se volvió hacia su hijo, dispuesto a saludarle y quizás a pedirle un poco de ayuda, pero se detuvo al ver el rifle que empuñaba con ambas manos.

 

—Hijo mío, ¿y eso…?

 

Esto fue lo único que pudo decir su padre antes de que su cabeza reventase al ser alcanzada por un proyectil. Su cuerpo cayó sobre la moqueta y la tiñó de sangre. El niño empuñaba el Sniper con ambas manos, con expresión seria, apuntando hacia el lugar donde estaba su padre, y una ligera humareda salía del cañón. Fue entonces cuando el pobre chaval comprendió lo que había hecho. No había sido consciente de haber apuntado a su padre y haberle disparado a bocajarro. Fue como si lo hubiese hecho otra persona. Ya te dije que te ayudaría, ¿no?, dijo la voz desde el interior de su subconsciente, ahora déjame actuar a mí.

 

Escuchó unos apresurados pasos que se acercaban. Sin duda era su madre, alertada por el estallido que había acabado con la vida de su marido. Cuando la mujer llegó junto a su hijo y el cadáver del hombre que había sido su esposo se paró en seco, con la boca abierta por el horror. Vio el fusil que asía el niño y, con un chillido de terror, empezó a correr hacia la puerta de salida del piso. No llegó muy lejos. El chaval disparó una vez más y una bala alcanzó a su madre en el centro mismo de la espalda, haciéndola caer al suelo. El chiquillo se acercó tranquilamente al cuerpo en convulsión de la mujer, que le miraba con ojos aterrorizados.

 

—Pedro, por favor, no lo hagas —decía con la voz entrecortada por el dolor y el miedo.

 

—Yo no soy Pedro —replicó el niño, mientras lucía una torva sonrisa. Su voz sonaba siseante.

 

La remató de un tiro en la cabeza. Entonando una vieja canción infantil, abrió la puerta de salida del piso. Unos cuantos vecinos se habían acercado, sintiendo curiosidad por los misteriosos estallidos procedentes del apartamento. Acabó con ellos de uno en uno, sin dejar de entonar la cancioncilla. Otros, alertados, optaron por quedarse en el interior de su vivienda y llamar a la policía. Tranquilamente, el niño bajó por las escaleras mientras los aterrorizados vecinos permanecían en sus casas. Al final, abrió el portal y salió a la calle, donde se le presentó todo un rebaño que liquidar. El crío ensanchó su sonrisa, y su rostro infantil e inocente cambió. Podía leerse pura maldad en sus ojos castaños.

 

Empezó a disparar sin previo aviso. La primera víctima fue un adolescente que iba en su bicicleta calle abajo. Le dio en el medio del abdomen, y su cuerpo cayó hacia atrás, mientras la bicicleta seguía su camino como si nada hubiese ocurrido. Unos metros más adelante se estrelló contra una pared, dio un pequeño salto hacia delante y cayó de lado. Entonces, cundió el pánico. La gente empezó a correr desordenadamente mientras el niño les disparaba y reía con alegría. Alcanzó en el corazón a un anciano que luchaba por mover sus débiles piernas lo más rápido posible. Mató a una mujer que empujaba un carrito, para luego acabar con la vida del bebé que transportaba. Liquidó a una pareja de enamorados con sendos tiros en la cabeza y disparó contra varios niños que se encontraban jugando en la calle.

 

Pronto se hizo audible el aullido de una sirena. Un coche de policía atravesó como una flecha la calle de un extremo a otro. El niño, con una calma inaudita, quitó el cartucho vacío del rifle, lo tiró al suelo y lo reemplazó por uno de los que guardaba en el bolsillo. Se llevó el mirador al ojo derecho y esperó la segunda pasada del coche patrulla, momento en el que apretó el gatillo. La bala impactó en el cráneo del conductor, que se echó hacia delante, sin vida, y el coche, sin nadie que lo condujera, fue a estrellarse contra un buzón de correos, desparramando un montón de cartas. Su compañero salió del vehículo a toda prisa y se refugió en un lado del coche, fuera del campo visual del crío. Cogió su pistola y se preparó para abatirle si fuera necesario. Entonces, oyó que el niño reía otra vez.

 

—Venga, hijo de puta —dijo siseando con su voz infantil—. Ven aquí y no perdamos más el tiempo. Tienes que reunirte con los demás.

 

El miedo paralizó al agente de policía. Podía oír los pasos del niño que se acercaba al coche patrulla volviendo a entonar la canción infantil. Oyó el chasquido del rifle cuando lo preparó para un nuevo tiro. Cerró con fuerza los ojos y, saliendo con rapidez de detrás del coche, disparó. Abrió los ojos, no sabiendo con certeza si había alcanzado al objetivo. El niño seguía ahí de pie, sosteniendo el arma, pero una gran mancha rojiza a la altura del pecho se fue agrandando conforme de la herida brotaba más sangre. El chaval dejó caer el rifle y, antes de desplomarse, miró al policía con una extraña expresión. El agente pensó durante un rato en la extraña mirada del crío. Creyó haber visto en sus ojos un gesto que manifestaba… ¿agradecimiento? Mientras miraba el cadáver del niño y de la demás gente que yacía muerta aquí y allá, sintió una fuerte jaqueca que duró escasos segundos. Se dijo a sí mismo que sería fruto de la impresión, así que se dirigió al coche para transmitir por radio lo sucedido. Apartó con pena el cadáver de su compañero y, justo cuando agarró el emisor, oyó algo que le hablaba.

 

Hola, agente Fernández, tú no me conoces, pero yo a ti sí, dijo una voz serpentina dentro de su cabeza.

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