—Miguel —gritó su madre desde el salón, donde estaba haciendo unos bordados—, tráeme las tijeras del costurero. Miguel se levantó de la cama donde leía unos tebeos y salió de su cuarto. El costurero estaba encima del chinero de la cocina. Las tijeras reposaban sobre una mantilla que su madre había bordado, en lo alto de la canastilla. Al chico no le gustaban aquellas tijeras. Siempre que las cogía tenía una sensación extraña, pero no sabía decir de qué se trataba. En ocasiones, cuando las tenía en las manos, sentía que no era él, e incluso alguna vez se había desvanecido. Pero lo peor era el sonido. Cada corte producía un chasquido, y ese chasquido parecía hablarle, pidiéndole que las cogiese y metiese los dedos en sus dedales metálicos. Nunca lo había hecho. Le daban un miedo atroz. Para Miguel Fernández esas tijeras eran perversas.