El Diablo escribe con la mano izquierda

Juan Pérez esperaba fuera de la oficina del presidente de la empresa. A pesar de que el sillón que ocupaba era extraordinariamente cómodo, era incapaz de calmar los nervios que aceleraban los latidos de su corazón. Incluso tenía un poco de miedo, y no sólo a perder su empleo. Había escuchado historias terribles acerca del hombre que iba a visitar, aunque él nunca las había tomado muy en serio. Pero en esos momentos, sentado tan cerca del despacho, no podía evitar que un escalofrío le recorriese la espalda. Miró a la secretaria, que tenía su escritorio a un lado del doble portón de cobre que separaba la oficina del presidente del resto del mundo. Se dedicaba a firmar documentos con la mano izquierda mientras que con la derecha asía el teléfono. Era atractiva, muy atractiva. A Juan no le importaría nada compartir unos instantes de pasión con ella, pero claro, su mujer no estaría muy de acuerdo. Los ojos de ella se cruzaron con su mirada, y sonrió. Otro escalofrío. No lo entendía, aparentemente era una sonrisa de lo más amable, pero a él se le puso la piel de gallina. Tenía que ser a causa de los nervios.



De repente, el teléfono sonó con un timbre estridente, y Juan dio un respingo, sobresaltado. La secretaria se apresuró a descolgar el auricular y habló en susurros alrededor de unos 15 segundos y, después de colgar, miró al tembloroso hombre que se sentaba en el sillón.

—Puede pasar, señor Pérez –dijo con una voz suave—. El señor Gutiérrez le espera.

Había amabilidad en su voz, pero Juan percibió otra cosa. No lo podía explicar con precisión, pero sentía que había algo más debajo del delicado y dulce aspecto de la secretaria. Algo perverso. Meneó la cabeza, desechando esas ideas. Eran ridículas, se avergonzaba de ellas. Todo aquello no era más que el fruto de su imaginación, quizás inducida por lo que le habían contado. Algo más tranquilo, se levantó y, tras un segundo de dudas, empujó los portones y entró en la siguiente estancia.

El despacho de don Ramiro Gutiérrez era impresionante, digno de alguien tan enormemente rico como él. A un lado de la puerta había un asta de la que pendía una bandera española. Casi todas las paredes estaban ocupadas con estanterías repletas de libros tan gruesos que llevaría toda una vida leer uno sólo de los volúmenes. Al fondo un amplio ventanal mostraba una vista espléndida. Justo delante había un enorme escritorio y, sentado ante él, estaba el presidente, vestido con un impecable traje negro y una corbata roja. Escribía unos informes con la mano izquierda, sin parecer percatarse de la presencia de Juan. Otro zurdo, pensó Juan mientras miraba al señor Gutiérrez, sin atreverse a hacerse notar. Por extraño que pareciese, en aquella empresa trabajaban más zurdos que diestros. Mismamente en su planta eran cerca de 50 trabajadores, y únicamente 10 de ellos escribían con la mano derecha, entre los que se incluía él mismo. A parte de eso, los zurdos no se relacionaban con los diestros, y eso siempre le había inquietado. De pronto, el presidente de la compañía alzó la mirada.

—Haga el favor de esperar un segundo —dijo justo después de volver a su tarea—. En seguida estoy con usted. Por favor, siéntese.

Juan se apresuró a cumplir la petición del dueño de la empresa y ocupó uno de los asientos que se encontraban ante el escritorio. Por alguna razón, el sonido de la pluma contra el papel le ponía de los nervios. Sintió un leve mareo, y por un momento se le nubló la vista. Miró los papeles sobre los que escribía don Ramiro, pero era incapaz de leer una sola palabra. Entonces, cuando llegó al final del folio, el presidente dejó a un lado la pluma y guardó el documento en un cajón. Después miró intensamente a Juan.

—Supongo que sabe por qué está aquí —dijo después de un minuto de silencio—. Se ha llevado usted nada más y nada menos que seiscientos euros de la empresa. Espero una explicación.

—Le aseguro que lo siento —replicó Juan, tartamudeando—. Hace más de dos meses que no cobro, tengo mujer e hijos, una hipoteca que pagar…, compréndalo, señor, se me juntó todo.

—Y no se le ocurrió mejor idea para conseguir el dinero que sustraerlo de la empresa —replicó Ramiro—, de la mano que le da de comer.

—Reconozco que he obrado mal —dijo Juan—. No sé qué me pasó, se me fue la cabeza en cuanto vi ese dinero ahí tan a mano. Necesitaba tanto el dinero que no me pude resistir. Créame que me arrepentí al momento. Por eso volví a la oficina, para devolverlo.

—Sí, mis chicos ya me contaron que fue eso lo que les dijo usted —respondió el presidente—. Pero yo contemplo otra posibilidad. ¿Y si usted regresó únicamente para conseguir más dinero? Usted mismo ha dicho que estaba desesperado, que tenía problemas económicos.

Juan alzó repentinamente los ojos. No se podía creer lo que le estaba pasando. Estaba diciendo la verdad, había vuelto para devolver el dinero. No era justo lo que sucedía. Pero había algo que le extrañaba. Aunque las palabras del presidente eran muy duras, no había reproche en su voz. Casi se podía decir que estaba disfrutando con la situación.

—Ese silencio no le viene nada bien —continuó el señor Gutiérrez, y sonrió—. Voy a tener que deducir que efectivamente regresó para conseguir más dinero, y eso no está nada bien.

—Le aseguro que digo la verdad —insistió Juan, al borde del llanto—. Le juro por mi vida que eso es lo que hice. Sí, cogí el dinero, pero me arrepentí y decidí devolverlo. Tiene que creerme.

—No se preocupe por eso, señor Pérez —dijo Ramiro con un tono de voz suave y conciliador—. Le creo. Pero eso no significa que no vaya a haber castigo.

—¿Me va a despedir? —inquirió Juan, repentinamente alarmado.

El presidente se tapó la boca con la palma de la mano y soltó una suave y sutil carcajada.

—No, hombre, no —dijo—. Eso sería un desperdicio. Es usted un empleado de mucho valor para la empresa. No, amigo mío, esto requiere otras acciones a tomar. Aunque quizás usted preferiría ser despedido.

—¿De qué está hablando? —preguntó Juan, cada vez más inquieto.

Ramiro volvió a sonreír, pero no contestó a la pregunta. En su lugar, se levantó de su silla de escritorio y se acercó a la ventana. Durante un rato no dijo nada. Se limitaba a mirar a través del vidrio las bulliciosas calles de la gran urbe. Sin mirar a su interlocutor continuó hablando.

—¿Ve a toda esa gente? —dijo—. No, claro que no. Tendría que mirar por la ventana como lo hago yo, pero supondrá lo que hay abajo. Sólo gente normal comprando el pan, padres llevando a sus hijos al colegio, obreros en andamios. Pero lo que no se figurará es lo que yo veo. Almas pérfidas disfrazadas de rostros amables. Fíjese por ejemplo en aquel hombre de allí, el señor Riviera. En apariencia es un anciano afable, muy querido por sus vecinos, lo que se dice un ciudadano ejemplar. Pero en realidad tiene una mentalidad enferma. Las perversiones de su interior escandalizarían al más depravado de los psicópatas. Me encanta.

—¿Qué le encanta? —exclamó Juan, escandalizado—. ¿Cómo puede gustarle una cosa así?

—No lo puedo evitar —dijo el presidente sonriendo, y guiñó un ojo—, se puede decir que es algo que va en mi naturaleza. ¿Pero sabe lo que más me gusta de todo? Pervertir un alma pura, empujar a una buena persona a actos egoístas. Tal y como hemos hecho con usted.

A Juan le costó un poco asimilar las palabras del hombre para el que trabajaba. ¿Había afirmado que sus superiores le habían incitado a robar el dinero de la empresa? Todo aquello carecía de sentido.

—Perdone, pero no llego a entenderle —dijo—. ¿Me han empujado a hacer actos, digamos, poco lícitos? ¿Cómo? ¿Por qué?

—¿Cómo? —preguntó Ramiro, y se echó a reír—. Pensaba que era usted más inteligente, amigo mío. Se lo explicaré con mucho gusto.

El señor Gutiérrez dio media vuelta y caminó de regreso a su escritorio. Luego se inclinó sobre él para acercar su cara a la de Juan, y dijo entre susurros:

—¿Piensa usted que el hecho de que usted no cobre desde hace más de dos meses es algo casual? ¡Por supuesto que no! Fue algo perfectamente organizado por mí y por mi gente. Incluso, aunque no se lo crea, tuve algo que ver con sus problemas hipotecarios, y todos esos saldos negativos que le han llegado en estos últimos meses.

—¿Está usted hablando en serio? —replicó Juan—. No, no puedo aceptar lo que usted está diciendo. No tiene ningún sentido.

Empezó a sentir que su miedo inicial mudaba en enfado. ¿Por qué le hacían eso? ¿Cómo podía existir gente con tan pocos escrúpulos como el presidente de la empresa? Ramiro pareció darse cuenta de los pensamientos de su empleado, porque se recostó nuevamente en su asiento, sonriente.

—¿Eso que siento es ira? —dijo—. Es genial, parece que todos los preparativos por fin están dando sus frutos. Nada más y nada menos que un pecado capital. El buen chico que sigue el buen camino por fin explota.

—¡Cómo no me voy a enfadar! —gritó Juan—. ¿Le parece normal lo que me han hecho? ¿Por qué a mí? ¡Yo no les he hecho nada!

—Tiene toda la razón —respondió el señor Gutiérrez—, es completamente razonable que usted esté enfadado. ¿Por qué a usted? Creo que ya he respondido a esa pregunta antes. Me encanta pervertir las almas puras, así puedo asimilarlas mejor.

—No, definitivamente está bromeando —dijo Juan—. No puedo creer en sus palabras. ¿Es éste el castigo al que se refería? Buen trabajo, me ha asustado de veras, le aseguro que he aprendido la lección. Pero eso de que ha influido incluso en mi hipoteca no puedo creerlo.

—Le sorprendería saber los contactos que tengo —dijo Ramiro—. Digamos que mi garra se extiende a todos los ámbitos de la administración. Sólo tuve que mover unos cuantos hilos y… voilà.

Juan sintió que la zozobra retornaba a su corazón, pero se mantuvo firme y sostuvo la mirada de su jefe. Después de un rato observándole con seriedad, casi con severidad, Ramiro empezó a aplaudir suavemente y a reírse a carcajadas. Cuando se dirigió de nuevo a él, ya no le miraba secamente, sino que había dibujada en su semblante una expresión alegre.

—Veo que no se le puede engañar —dijo—. Efectivamente, esto formaba parte de su castigo. Espero que nunca más se vuelva a repetir una situación como ésta.

—Le aseguro que no volverá a suceder, señor —replicó Juan. Su nerviosismo empezó a decaer, y se permitió soltar un suspiro de alivio.

—Entonces perfecto —dijo Ramiro—. Tiene que comprender que una situación como ésta es inaceptable. Ha decidido devolver el dinero, bien por usted. Pero eso no justifica el hecho de que usted cogió el dinero. Puedo comprender los problemas económicos que usted pueda tener, a pesar de que yo jamás tuve ni remotamente ningún problema parecido. Pero lo que debería haber hecho es consultarme a mí primero. Bueno, ahora que ya está todo aclarado podemos dejar el tema por zanjado. Haga el favor de volver al trabajo.

Juan agradeció al presidente su perdón y se levantó de la butaca. Hasta ese momento no se había dado cuenta del temblor de sus piernas. Respiró más tranquilo cuando se dirigió a la puerta de salida. Estaba deseoso de salir de la oficina. El ambiente dentro le parecía claustrofóbico, a pesar de lo amplio de la sala y del enorme ventanal. Justo cuando agarró el picaporte, el presidente le volvió a llamar.

—Señor Pérez, una cosa más.

—¿Qué desea, señor Gutiérrez? —preguntó Juan, girándose hacia él y mostrando la más auténtica de sus sonrisas. En verdad que estaba mucho más tranquilo.

—No es nada —replicó Ricardo—. Sólo un pequeño favor: míreme a los ojos.

El empleado no comprendió muy bien la petición de su superior, pero no dijo nada e hizo lo que le indicaba. Súbitamente le volvió el mareo y la vista se le nubló de nuevo, y cayó desplomado. Cuando volvió en sí estaba sentado otra vez delante del escritorio del señor Gutiérrez, pero esta vez no había inquietud, sino una especie de calma interior mientras el presidente le hablaba.

—Como le iba diciendo, es un honor para mí darle la bienvenida a la empresa. Es usted un valor seguro, se lo garantizo.

Apretó el botón del intercomunicador y, cuando contestó la secretaria, dijo:

—Teresa, por favor, haz el favor de acompañar al señor Gutiérrez a su despacho.

—Como mande, señor.

La mujer entró en la oficina y, tomando a Juan del brazo, lo guió de vuelta a su puesto de trabajo. Él se dejaba llevar, como si no fuera más que una simple marioneta incapaz de moverse por sí misma. Miró con cara embobado el rostro de la secretaria, que le brindó una de sus amplias sonrisas. Esta vez vio lo que había bajo esa apariencia amable: el rostro de un monstruo. Sin embargo, no sintió temor de ningún tipo, solo una especie de apatía. Ignoró a sus amigos diestros, que le saludaban con entusiasmo, y en su lugar se dirigió a su mesa y se sentó ante ella. Miró los documentos que tenía delante durante un rato, como si fuese la primera vez que los veía. Inmediatamente después, cogió un bolígrafo y empezó a cubrirlos. Escribía con la mano izquierda.

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