Santa Compaña

Llegaba tarde al autobús. Se había retrasado haciendo las maletas, y el bus que iba hasta la estación de trenes salía en unas dos horas. Teniendo en cuenta que el camino hasta la estación le llevaba unas dos horas y media, era imposible que llegase a tiempo para coger el tren a Coruña. Sólo veía una solución, atravesar el bosque. No le hacía mucha gracia, porque ya eran casi las once de la noche y le daba un poco de miedo, aunque él no era supersticioso ni creía en fantasmas. Conocía muy bien la leyenda de la Santa Compaña, pero para él no era más que eso, una leyenda. Xosé Pazos, que iba a empezar a estudiar en la universidad, cargó con una mochila y salió de la casa donde vivía con sus padres.

 

Caminó por las empedradas calles del pueblo, dirigiéndose a los lindes del bosque. Era un domingo nublado y oscuro, algo que aumentaba el malestar general de Xosé. Pero atravesar el bosque era la única forma que tenía de llegar a tiempo para coger el tren. Sabía que cruzando la fraga llegaría el doble de rápido a la estación que si fuese por las calles del pueblo. Pocas personas paseaban por la calle a esas horas, y ninguna hizo caso alguno del joven larguirucho y greñudo que llevaba una gran mochila a la espalda, y que se dirigía con paso determinado a la espesura. Estaba claro que ya nadie creía en las viejas leyendas que circulaban entorno al bosque. Los viejos mitos hablaban de hombres-lobo, urcos, mouros y, cómo no, de la Santa Compaña.

 

Cuando divisó el lindero del bosque, se detuvo para observar el panorama. La calle acababa en un rústico camino que se adentraba en la espesura de la fraga. A ambos lados de la rúa había casas, todas ellas bastante antiguas, y en la acera opuesta a la que estaba él, un bar abría sus puertas al público. A un lado de la puerta colgaba un viejo cartel de cocacola, descolorido por el paso del tiempo. Un anciano, sentado en un banco junto la puerta, preparaba un cigarrillo de liar con expresión huraña. Cuando Xosé pasó a su lado para entrar en el bar, el anciano le miró y lanzó un leve gruñido. Xosé le devolvió un momento la mirada, meneó la cabeza y entró en la tasca.

 

Dentro se encontró con una barra al fondo, donde atendía un hombre gordo y grasiento, de unos cincuenta años. Limpiaba la superficie de madera de la barra con un trapo de aspecto sucio. Alrededor había mesas ocupadas por hombres que hablaban a gritos mientras se llevaban a los labios cuncas de vino. Algunos de ellos se entretenían jugando al dominó, y ninguno bajaba de los cuarenta y cinco años. Fue entonces cuando se fijó en un señor ya anciano, o que al menos parecía anciano. Se sentaba solo en una mesa solitaria, alejada del resto y en penumbras. Ante él tenía una cunca, pero Xosé no estaba seguro de que fuera de vino. Lo único que podía ver es que salía humo de la taza. Pero el aspecto del hombre fue lo que más impresionó al joven. Estaba sumamente pálido y delgado, y le temblaban las manos al coger la taza y llevársela a la boca. Unas profundas ojeras adornaban sus ojos, mientras que sus labios estaban tan resecos que estaban llenos de cicatrices. Se inclinaba sobre la mesa, apartando la espalda del respaldo de la silla, y parecía que en cualquier momento iba a caer. Xosé le miró un momento más y se dirigió a la barra.

 

—Por favor, déme un Gatorade, un Aquarius o cualquier otra bebida isotónica —dijo mirando al camarero.

 

El hombre dejó el trapo sobre la barra y, sin mediar palabra, se dio la vuelta y fue a buscar lo que pedía el joven. Un rato después, volvió con una botella de Isostar. Xosé miró un momento el mostrador que estaba detrás de la barra y se dirigió nuevamente a él.

 

—¿Puede darme también un paquete de Cheetos, por favor? —dijo.

 

El camarero miró sin simpatía al estudiante y le dio lo que pedía. Éste pagó y, cuando se disponía a irse, dijo el tabernero con voz ronca:

 

—¿Vas a algún sitio? Normalmente, la gente joven como tú no frecuenta estos lugares. Al principio, pensé que ibas a comprar tabaco.

 

—No, no fumo —respondió Xosé—. El caso es que tengo que ir a la estación de trenes para ir a Coruña, pero he perdido el bus que lleva allí, así que he pensado atravesar el bosque, y así llegar a tiempo para coger el tren.

 

Una voz procedente del fondo del bar sobresaltó al joven. Se dio cuenta de que se trataba del hombre enfermo que bebía a solas el contenido de su cunca.

 

—¿He oído bien? —decía el hombre con voz débil—. ¿Vas a atravesar el bosque? ¿A estas horas de la noche? Joven, no llegarás al otro lado antes de las doce y media, y ya sabes qué puedes encontrarte a partir de las doce de la noche —y terminó con voz lúgubre—: La Santa Compaña.

 

—¿La Santa Compaña? —repitió Xosé, y luego estalló en sonoras carcajadas—. Venga, abuelo, no me venga con cuentos. Eso no es más que una leyenda.

 

—¿Tú crees? —replicó el hombre—. En estos tiempos de modernidad, la gente ya no cree en nada, es una pena. Y te equivocas al llamarme abuelo: yo sólo tengo cuarenta años.

 

Xosé se quedó mirándolo, incrédulo. El aspecto de aquel señor le parecía el de un anciano de ochenta años. Con dificultad, el hombre se levantó de la silla y se acercó con paso vacilante al estudiante. A la luz de la lámpara que colgaba del techo vio que no tenía el pelo canoso, como se esperaba, sino de un profundo color castaño. Le tendió una mano arrugada, que Xosé estrechó.

 

—Juan Pazos —dijo el hombre—, encantado.

 

—Lo mismo digo, señor —replicó Xosé—. Yo me llamo…

 

—No hace falta que me lo digas —dijo Juan con una débil sonrisa—, eres Xosé, el hijo de Mucha. Estudiaba con tu madre en el colegio.

 

—¿En serio? —exclamó Xosé—. No lo sabía. Entonces, supongo que es verdad que tiene cuarenta años. Si no es indiscreción, me gustaría saber lo que le ocurre. Parece mucho mayor.

 

Juan emitió un débil gemido, y Xosé estuvo a punto de disculparse, pero el hombre levantó una mano para detenerlo y le miró con tristeza.

 

—Estoy enfermo —dijo—. Contraje esta enfermedad hace ya cinco años. Los médicos no saben lo que tengo. Ni lo sabían entonces, ni lo saben ahora. Cada día que pasa me siento más débil que el anterior, hasta que llegué al lamentable aspecto que ves ahora. Pero dejemos eso por ahora. No puedes irte al bosque, puedes encontrarte con la Santa Compaña.

 

—Señor, le repito que eso no es más que una leyenda —respondió Xosé—. Parece mentira que crea aún en esas monsergas.

 

—Si creo en ello es porque lo he visto —replicó Juan—. No me mires así, como si estuviera loco. Cuando tenía unos diez años, vi con estos dos ojos a la Santa Compaña. Afortunadamente, ellos no me vieron y pude escapar. La Santa Compaña existe, créeme, no es sólo cuento. Prométeme que no te internarás en el bosque, prométemelo.

 

Juan había conseguido meter el miedo en el cuerpo al estudiante. Sopesó las palabras del hombre enfermo, y estuvo pensando un buen rato antes de responderle. De repente, sintió un terror irracional al bosque. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, haciéndole estremecer. Tampoco era tan importante que fuera a Coruña ese día, la universidad podía esperar. Así que, con tono firme pero con dudas, dijo:

 

—Se lo prometo, señor Pazos. Dejaré el viaje a Coruña para mañana. Tampoco es tan importante que vaya hoy.

 

—Me alegra oír eso —respondió visiblemente aliviado—. Y hazme el favor de llamarme Juan.

 

—Claro, señor Pa…, quiero decir, Juan. Bueno, ha sido un placer hablar con usted. Ahora me voy a casa, que es tarde. Espero que se mejore de su enfermedad.

 

—Gracias, Xosé. Ahora vete antes de preocupar a tu madre.

 

El estudiante se despidió con la mano y abandonó el local. Una vez fuera, el anciano sentado en el banco volvió a mirarlo con antipatía mientas fumaba su cigarrillo. Xosé lo ignoró y miró al bosque. El temor a la fraga había aumentado, pero al ver la floresta ante él, pensó en la presentación en la universidad que se haría al día siguiente. Quería ir, no quería perderse el primer día de clase. Pero el miedo al bosque le paralizaba y no le dejaba dar un paso más hacia la espesura. Con un resoplido de resignación se convenció de que tampoco era tan importante que asistiese a la presentación. Entonces, dio media vuelta y echó a andar hacia su casa. No había dado ni tres pasos cuando se detuvo de nuevo y miró al camino que serpenteaba en medio de la floresta. “Venga, Xosé”, pensó para sus adentros, “¿de veras te vas a creer todas esas milongas? La Santa Compaña, ¡ja! Sabes muy bien que una cosa así no existe. No es más que un cuento para niños. ¿Que ese tal Juan Pazos la vio? No es más que un viejo chiflado”. Estos pensamientos tranquilizaron un poco al estudiante, así que dio media vuelta y, con paso firme, entró por fin en el bosque.

 

El sendero discurría entre la espesa maleza y altos árboles. El cri cri de los grillos era incesante, y eso no tranquilizaba a Xosé. Hacía un rato que había empezado a oscurecer, y pronto escuchó el ulular de los búhos. Cuando sonó el primero de ellos, inconscientemente miró hacia todos los lados mientras le daba un vuelco al corazón. Se rió con una risita nerviosa y continuó caminando. Miró su reloj y vio que eran las 23:30. Eso le hizo recordar la leyenda de la Santa Compaña, una procesión de ánimas que empezaba con la medianoche. Descartó estos pensamientos en seguida. No le convenía ponerse más nervioso de lo que ya estaba o sufriría un ataque de histeria. El cielo ya estaba oscuro, pero todavía veía con algo de claridad gracias a las luces del pueblo. Pero según se internaba entre la floresta, la oscuridad se hacía más intensa, hasta que pronto fue total. Empezó a respirar entrecortadamente, y lamentó no haber hecho caso a Juan Pazos. Pero no volvió sobre sus pasos. Ahora que estaba allí, valía la pena seguir. Ya había recorrido la mitad del camino, tanto daba seguir que volverse. Para no perder la calma, aprovechó para consumir el Isostar y la bolsa de Cheetos. Guardó los desperdicios en su mochila y continuó avanzando.

 

En ese preciso momento, sonó el tañido de las campanas. A pesar de que el campanario de la iglesia estaba lejos, lo escuchó a la perfección. Doce campanadas, doce campanadas que le pusieron la piel de gallina. De pronto, Xosé cerró con fuerza los ojos, aterrado. Para sus adentros, se veía a sí mismo abriéndolos y encontrándose con una procesión de muertos que se dirigía justo en su dirección. Pero cuando los abrió, se encontró en medio de la oscuridad de la noche, completamente solo, únicamente acompañado de los sonidos de los animales del bosque. Xosé se echó a reír, avergonzado por su actitud y, después de menar la cabeza, todavía sonriendo, echó a andar por el sendero.

 

Poco a poco, el cielo nublado empezó a despejarse, mostrando una gran luna llena que dio algo de claridad al bosque. A lo lejos, escuchó un prolongado aullido que le puso de nuevo de los nervios. Se imaginó una gran bestia, mitad hombre y mitad lobo, que se abalanzaba sobre él y le desgarraba la garganta. Descartó estos pensamientos agitando la cabeza con violencia. Los hombres lobo no existían, seguramente no fuera más que un simple lobo aullando a la luna. Algo más tranquilo, siguió andando, aunque todavía se sentía inquieto. Se consoló pensando en que ya no faltaba mucho para llegar al final del bosque. Quince minutos, a lo sumo. Pero le daba la impresión de que serían los quince minutos más largos de su vida. Aceleró el paso, mirando intranquilo a los lados del camino y, con algo menos de frecuencia, echando la vista hacia atrás. Había algo en el bosque que le extrañaba, pero no podía identificar el qué. Entonces, cayó en la cuenta de lo que provocaba su inquietud. Hacía un rato que los animales del bosque habían enmudecido por completo.

 

Pero parecía que no ocurría lo mismo con los perros de los alrededores. Daba la impresión que los perros del pueblo estaban histéricos. Hasta él llegaban sus locos ladridos y aullidos. Era como si algo les pusiera nerviosos. Un animal pasó velozmente, cruzando el camino, y le rozó una pierna. El estudiante estuvo a punto de lanzar un grito de terror, pero logró contenerse. Miró hacia donde había huido el animal, pero la oscuridad le impidió localizarlo. Sólo podía escuchar un bufido, como el de un gato. Un bufido asustado. Se tranquilizó pensando en que pronto llegaría a la encrucijada, y de allí a la estación de trenes no había más de cinco minutos de camino. Aceleró todavía más el paso, cada vez más inquieto, convenciéndose a sí mismo de que después de la encrucijada todo iría bien. Después del cruce, ya eran visibles las luces de la estación, al otro lado del pueblo. Se detuvo un momento, respiró hondo, y prosiguió el camino, bastante más animado que antes.

 

El silencio total, sólo interrumpido por los lejanos ladridos y aullidos de los perros, no mejoraba el estado anímico de Xosé. Era muy extraño todo eso, sobre todo ahora que más gatos huían despavoridos por todas partes. Algo parecía asustarles, pero fuese lo que fuese no hacía ni un ruido. Alzó la vista e, iluminada por la luz de la luna, divisó la encrucijada a unos cien metros. Xosé sonrió aliviado y apuró el paso. Poco a poco, la inquietud fue desapareciendo. Caminó aún más rápido, ya casi corría, pero se detuvo repentinamente. Había empezado a oír algo, y la sangre se le heló en las venas. Lo primero que distinguió fue el tintineo no de una campanilla, sino de muchas, todas al unísono. Por encima de aquel retintín surgió un coro de voces que entonaban rezos y cantos fúnebres. Distinguió un resplandor que procedía de la ramificación derecha de la encrucijada. Quiso correr, pero estaba tan asustado que las piernas no le respondieron. Se quedó allí, paralizado, mientras la luz se acercaba cada vez más. Pronto, un hombre se hizo visible. En la mano derecha llevaba una cruz de generoso tamaño, y con la izquierda asía un caldero. Vio a más detrás de él, pero parecían distintos. Iban vestidos con sudarios blancos, con una capucha que escondía sus rostros, y los pies descalzos. Cada uno de ellos llevaba una vela en una mano y una campanilla, que tintineaba siniestramente, en la otra. El olor a cera inundó las fosas nasales de Xosé y vio aterrado que al paso de la tétrica procesión se levantaba un viento frío y cortante. El hombre que encabezaba la comitiva volvió su rostro hacia él y avanzó en su dirección, seguido de los que sin lugar a dudas eran las ánimas de aquéllos que no habían logrado conseguir cumplir sus objetivos en vida.

 

—Mierda —murmuró Xosé, aterrorizado—, mierda puta, es la Santa Compaña…

 

Se obligó a reaccionar para dar media vuelta y echar a correr. Mientras trotaba, echó la vista atrás, sólo para ver que la comitiva de almas en pena iba tras él, siempre guiados por el hombre de la cruz y el caldero. En su desesperada carrera, cayó al suelo y se lastimó en las palmas de la mano y en la rodilla derecha. Se levantó tan rápido como pudo y vio que la procesión se acercaba con rapidez, aunque su movimiento fuera pausado y sosegado. Corrió un poco más, cojeando, pero la Santa Compaña iba ganando cada vez más terreno, así que optó por salirse del camino e internarse entre la floresta. El hombre que encabezaba la procesión le miró con ojos inexpresivos y también se adentró entre la espesura del bosque.

 

Xosé corría con todas sus fuerzas, arañándose los brazos con las zarzas y las ramas de los arbustos. Podía escuchar el tintineo de las campanillas que llevaban las ánimas cada vez más cerca. La oscuridad era total, así que no tenía ni idea de la dirección que estaba tomando. El viento frío y cortante era cada vez más intenso, y su miedo aumentaba con él. Los cánticos también eran más fuertes, y le atenazaban el corazón con fuerza. Pronto el cansancio hizo mella en él, y empezó a cojear con mayor esfuerzo. De pronto, el tintineo se hizo más débil, y comprendió que la Santa Compaña estaba quedando atrás. Pero llegó un momento en que ya no podía más, así que se dejó caer sobre la hierba y se ocultó tras el tronco de un enorme cerezo, donde apoyó la espalda y respiró jadeantemente. El tintineo se hizo más débil hasta que, finalmente, desapareció por completo. Pero no se atrevía a salir de su escondrijo ni comprobar si de verdad se había ido la procesión. Cuando por fin reunió el valor para echar una ojeada, comprobó aliviado que había desaparecido todo rastro de las almas en pena.

 

Caminó durante un rato sin rumbo fijo antes de comprender que se había perdido. No veía ni rastro del camino. Ni siquiera sabía si había avanzado o retrocedido. Daba igual. Se sentía aliviado por haberse librado de la Santa Compaña. Ya no se oían ni tintineos, ni rezos ni cánticos. Estaba solo de nuevo, en medio de la oscuridad, en absoluto silencio. Sólo tenía que buscar el camino a seguir y salir del bosque. Ya no le importaba ir a Coruña. Después de todo lo que había pasado, esa era la menor de sus preocupaciones. Expulsó un suspiro de alivio y echó a andar de nuevo, buscando el sendero que le llevaría otra vez al pueblo.

 

Entonces se detuvo, desconcertado. Sí, estaba solo, y en absoluto silencio, pero precisamente eso fue lo que le inquietó. Absoluto silencio, ni un animal hacía ruido. Incluso habían enmudecido los perros aulladores del pueblo. Y esa extraña ventisca helada le inquietó más aún. Comprendió que la Santa Compaña no había desaparecido, sólo había enmudecido. Aterrado, se volvió de espaldas, sólo para encontrarse cara a cara con el hombre que guiaba a las ánimas en su eterno peregrinaje, y reconoció el rostro del hombre de inmediato. Era Juan Pazos, tan pálido, ojeroso y flacucho como lo había encontrado en el bar del pueblo. Y brillaba. Brillaba con una intensa luz amarilla. En la mano derecha, tenía la cruz. La izquierda sostenía el caldero, y gracias a la luminosidad que irradiaba, pudo ver su contenido. Agua, nada más que agua. “Agua bendita”, pensó Xosé con un escalofrío. Juan alargó el crucifijo y el perol al estudiante. Sin que pudiera remediarlo, el joven estiró los brazos y cogió los objetos que le entregaba el señor Pazos. Acto seguido, el hombre abandonó la comitiva y se alejó, perdiéndose entre la espesura del bosque. Xosé ocupó su lugar, sin ser capaz de resistirse, y se convirtió de inmediato en el guía de las ánimas.

 

Al día siguiente, Xosé no recordaría nada. Lo más que recordaba era haber hablado con Juan Pazos, quien le advirtió de no adentrarse en el bosque pasada la medianoche. Pero, mientras él se sentía cada día que pasaba más y mas fatigado, enfermo y débil, el hombre se iba recuperando de su larga enfermedad hasta que sanó por completo. ¿Quién será el siguiente?

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