Está usted aquí para siempre

Está usted aquí para siempre

Las palabras resonaban en su cabeza con una insistencia insoportable. Mientras conducía de camino al trabajo, Rubén estudiaba la frase que había escuchado en una serie de dibujos animados mientras almorzaba en un bar, a unos quince minutos de su lugar de trabajo. Realmente se había convertido en una obsesión para él, pero sentía que aquellas palabras tenían mucho sentido. Al menos en su caso.


Mientras giraba a la derecha en una intersección, seguía dándole vueltas al coco. Llevaba ocho años trabajando para la misma empresa. Ocho años llenos de broncas, injurias y lamentos. Su jefe era un explotador y su compañero de oficina un cabrón. Había soportado las burlas de este último durante todo el tiempo que llevaba en la empresa. Incluso su negligencia le había reportado alguna que otra bronca. Porque claro, todo era culpa del “nuevo”. Aunque llevar ocho años siendo el “nuevo” era otra cosa que le crispaba los nervios.

Paró cuando un semáforo se puso en rojo y miró al frente. La avenida que tenía que atravesar terminaba en un enorme edificio de varias plantas, y en él estaba su oficina. Mientras esperaba, apoyó el cuerpo sobre el volante y cerró los ojos. Todavía se resistía a pensar en que pudiera haber gente tan ruin, pero era innegable que le habían tratado muy mal. Lo de su jefe lo veía lógico hasta cierto punto, pero no comprendía qué había hecho mal para ganarse la enemistad de su compañero. Aunque sí que tenía una vaga idea de sus motivaciones.

El sonido furioso de un claxon le devolvió a la realidad. Estaba tan ensimismado que no se había dado cuenta de que hacía un rato que brillaba la luz verde del semáforo. Alzó una mano a modo de disculpa y siguió su trayecto, aunque todavía seguía dándole vueltas al tema. Era algo de lo que no se podía olvidar, simplemente era incapaz, y empezó a revivir sentimientos que ya creía extintos.

Luis Rodríguez Sobera. Ese era el nombre de su compañero de oficina. Un tipo manipulador, mezquino y envidioso. Desde el primer día le había hecho la vida imposible y, en alguna ocasión, casi habían llegado a las manos, pero a él siempre le hacían quedar como el “malo” de la película. Eso era lo que más le irritaba, la capacidad de Luis para caer bien a la gente.

Está usted aquí para siempre.

La frase estalló de nuevo en el cerebro de Rubén, pero esta vez no se la había imaginado. Volvía a oír aquella desagradable voz siseante. Había empezado a oírla hacía unos cuatro años, en un día especialmente ajetreado. Había discutido con su jefe, otra vez por culpa de Luis, que no hacía correctamente su trabajo y él pagaba el pato, como siempre. Después de soportar los gritos del jefe, volvió a su escritorio con una ligera jaqueca, y fue entonces cuando empezó a escuchar la voz, una voz sibilante y con un cierto tono entre amenazador y burlesco. Achacó esto al stress, pero todos los días le repetía las mismas palabras, que el tiempo había borrado de su memoria. Hasta que una mañana, de repente, dejó de acosarle. Hasta entonces.

Rubén aparcó delante de su lugar de trabajo y salió del coche. Hacía calor, pero él llevaba una chaqueta bastante gruesa. Se detuvo delante de la puerta de acceso, indeciso. Adelante, dijo la voz de su interior, impaciente. Rubén dio un respingo y cruzó el umbral de forma apresurada. Sí, no era el momento para rajarse.

Cuidado, actúa con naturalidad.

El chico caminó más despacio, siguiendo el consejo de la voz. Al lado de los ascensores estaba el puesto de Atención al Cliente, donde una chica joven y guapa se ocupaba de recibir a los clientes y proporcionarles información. La placa de su chaqueta la identificaba como “Lucía”, pero Rubén conocía su nombre de sobra.

—Joder, Rubén —exclamó Lucía al ver al muchacho—. ¿No te asas con eso puesto? ¡Hace un calor de cojones!

Miente.

—La… la verdad es que no —dijo Rubén—. Creo… creo que cogí algo anoche. Quizás sea un virus, no lo sé…

—¡Ay, pobrecito! —dijo Lucía—. ¿Por qué no te tomas el día libre? Si estás enfermo, deberías…

—¿Crees que Venancio estaría de acuerdo con eso? —interrumpió Rubén—. Pero no te preocupes, tampoco me siento tan mal. Seguro que si hoy me acuesto temprano mañana me sentiré mucho mejor.

—De acuerdo —dijo Lucía—, pero si mañana te sigues encontrando mal, no vengas a trabajar. Que le jodan a Venancio.

—Prometido —replicó Rubén, y llamó al ascensor.

Sólo cuando las puertas se abrieron y se encontró a salvo dentro de la cabina, el chico se permitió expulsar un suspiro de alivio.

No ha estado mal del todo, aunque has dudado un poco al principio.

Rubén ignoró las palabras y se apoyó en la pared mientras el ascensor subía. Cerró los ojos y trató de serenarse. El corazón le palpitaba desbocado y el sudor caía a raudales de la frente. Cuando un timbre le indicó que había llegado a su planta, como pudo se secó la frente y esperó a que las puertas se abriesen. Luis ya ocupaba su escritorio, y apenas dedicó un breve vistazo a Rubén cuando éste se dirigió al suyo.

¿A qué esperas? ¡Hazlo ya!

Rubén hizo caso omiso de la voz y ordenó sus papeles. No, no iba a hacerlo. Cuando salió de su casa y se le quedó grabada aquella frase estaba decidido, pero había cambiado de opinión. No tenía ningún derecho, por mucho que aborreciese a su compañero. Soportaría la bronca de Venancio como había hecho otras veces y se pondría a trabajar.

¿Voy a tener que repetirlo de nuevo? Está usted aquí para siempre. ¿Es que ya no significa nada para ti?

“No insistas”, pensó Rubén en respuesta a la voz, aunque ganas no le faltaban para hacerlo. Si conseguía ignorar a la voz y a Luis, podría sobrellevar lo que le quedaba de jornada. Agarró un lápiz y empezó a cubrir un formulario.

—¡Coño, Rubén! —exclamó de repente Luis—. ¿Qué cojones haces con esa chaqueta! Tú eres tonto, macho…

Luis empezó a reírse. Otra vez aquella desagradable e irritante risa nasal, y una chispa saltó en el cerebro de Rubén. Se levantó de forma atropellada de su silla y se acercó como una flecha al escritorio de su compañero, con los ojos entornados y los puños tan apretados que casi se hace sangre.

—¿Qué mierdas quieres ahora? —dijo Luis—. ¿Crees que un mierdas como tú me va a intimidar?

Hazlo. No te dejes avasallar.

Rubén hurgó en los bolsillos de la chaqueta y cuando retiró la mano tenía en su poder una glock de 9 milímetros. Su compañero enmudeció cuando el cañón de la pistola le apuntó directamente. ¿Cómo la había conseguido? Era algo que no lograba recordar, pero eso le daba exactamente igual. Sonrió para sus adentros. Sólo con ver la expresión de su cara había merecido la pena.

Recuerda: un arma nunca se saca si no se va a utilizar. Dispara.

El muchacho obedeció y apretó tres veces el gatillo. Dos balas alcanzaron a Luis en el estómago y la última impactó en medio de la frente, provocando un agujero del que saltaron algunas gotas de sangre. Acto seguido, el cuerpo del oficinista se desplomó sobre la mesa, inerte, y la sangre empezó a teñir su superficie de rojo. Rubén retrocedió dos pasos, jadeante e impactado por lo que había hecho.

No te desmorones ahora. No has hecho nada malo. Recuerda lo que te he dicho que son en realidad.

—Demonios —murmuró Rubén—. Son demonios. Ahora me acuerdo.

Eso es, y aún falta uno más.

La mirada del chico se clavó en la puerta de la oficina de su jefe, que empezaba a abrirse. Venancio se asomó con gesto enojado, sin duda alertado por los estallidos que habían resonado en el despacho.

—¿Qué coño está pasando aquí? —gritó—. ¡Rubén!

Se quedó mirando al muchacho, y luego clavó los ojos en el cadáver de Luis. Durante un momento se vio incapaz de reaccionar. Luego su gesto enfadado pasó primero a sorpresa y después a terror. Intentó cerrar la puerta de su despacho, pero Rubén se anticipó y le dio una buena patada, haciéndole caer sobre el escritorio de su oficina. El muchacho también entró y, con calma pero sin dejar de apuntar a su jefe, cerró la puerta tras de sí.

—Siéntate —dijo con tranquilidad.

—Rubén, por favor, piensa en lo que estás…

—¡He dicho que te sientes! —repitió el chico con más fuerza.

Venancio se enderezó y cumplió sin rechistar la orden. Su elegante y caro traje se había manchado con la sangre que brotaba de su nariz. Su rostro reflejaba el terror que sentía, y las lágrimas caían sobre los papeles de su mesa.

—Bien, ¿tienes algo que decir? —preguntó Rubén.

Todo lo que Venancio pudo emitir fue una especie de gorgoteo, seguido de un gemido lastimero.

—Muy bien, entonces hablaré yo. Sé perfectamente lo que sois, tú y Luis. Sois demonios. Tardé ocho años en darme cuenta, ocho largos años. Pero esto ya se ha acabado. Sois una enfermedad, y yo soy la cura.

Antes de que Rubén apretara el gatillo, su jefe se echó a llorar con fuerza, pero eso no ablandó su corazón. Disparó a bocajarro, y el tiro, que resonó con fuerza en la habitación, destrozó la cara de Venancio, quien cayó hacia atrás sin vida, tirando consigo la silla donde estaba sentado.

Lo has hecho francamente bien, Rubén. Sé que ha sido duro, pero era necesario, pero me temo que esto aún no se ha acabado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Rubén en voz alta.

Sin duda habrá una investigación policial acerca de estos hechos. ¿De verdad piensas que te van a creer? ¿En serio piensas que se van a tragar lo de los demonios? No, amigo mío, no lo harán. Te juzgarán, e irás a la cárcel. Con suerte te encerrarán en un manicomio.

—Pero yo no quiero ir a la cárcel.

Ya, pero es lo que hay. Y aún hay más. Esa tal Lucía… Sí, sí, la de Atención al Cliente… ¿No te gustaba tanto? ¿Qué pensará ahora de ti? Porque ella tampoco te va a creer, te lo aseguro. Siento decirte todo esto, pero es la verdad.

—Bueno, todavía tengo una opción —dijo Rubén.

¿Sí?

—Sí.

Lentamente, Rubén acercó el cañón de la pistola a su propia sien. Se lo pensó una vez antes de volarse la cabeza. La muerte fue instantánea, y cuando se desplomó, formando un charco de sangre que empapó la alfombra de la oficina, el ente incorpóreo abandonó su cuerpo, y lanzando silenciosas carcajadas pensó que a veces era más divertido empujar a un inocente al asesinato que cometerlo uno mismo.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El Diablo escribe con la mano izquierda

Santa Compaña

La Voz