El último ingenio del doctor Wettest

Apostado contra una roca, el científico observaba el enorme artefacto que tenía ante él. Semejaba una especie de medio de transporte, aunque los habitantes de la zona no habían visto en su vida una cosa como aquella. En realidad, no existía nada parecido en el mundo. Era obra de la invención del único e inconmensurable doctor Wettest. Junto a él, su ayudante Hugo le observaba con sincera devoción. El científico hizo caso omiso de la mirada fascinada de su asistente y repasó su cuaderno, como hacía siempre que iba a dar el paso final en la construcción de sus ingenios: la prueba final. Se encontraban al borde de un acantilado bastante profundo, y abajo el mar golpeaba con furia las rocas afiladas como lanzas. Habían escogido un día especialmente soleado y una brisa no demasiado fuerte hacía bailar los cabellos enmarañados del científico. Su ayudante le había ayudado a transportar su invento hasta aquel lugar. Siguiendo al pie de la letra las indicaciones que había anotado, fue conectando las turbinas y después subió al enorme vehículo que tantos años la había costado construir.


Cuando se hubo instalado en el asiento del piloto, hizo una seña a Hugo para que accediese al transporte por su parte trasera y así poder encender y alimentar la caldera. Tras ver su orden cumplida y salir el vapor por la espita, el doctor Wettest tiró de las palancas que tenía ante él y el inmenso artefacto empezó a avanzar hacia el acantilado. Cuando lo consideró oportuno, apretó un botón y se desplegaron dos alas de madera a ambos lados de la máquina, construida con el mismo material. Contra todo pronóstico, cuando las ruedas atravesaron el umbral del despeñadero, el vehículo no cayó, sino que emprendió un vuelo ligero.


Con la ayuda de los controles que él mismo había diseñado, el doctor Wettest aprovechó las corrientes de aire y la potencia del motor de vapor que había construido para dirigir el avión hacia la ciudad más cercana. Hugo iba echando los troncos al interior de la caldera. Se habían aprovisionado bastante bien, así que no tendrían problemas con eso. En el momento en que el ingenio volador pasó por encima de la ciudad, el científico no se resistió a echar un vistazo abajo. Vio a sus vecinos pequeños como hormigas, aquella misma gente que le había repudiado, aquellos que no le consideraban más que un loco. Al fin sabrían quién era el auténtico genio, pobres necios. La venganza estaba al alcance de su mano. El burdel, el saloon, el banco, la oficina del sheriff… todo acabaría reducido a cenizas. Echó la cabeza hacia atrás y, antes de soltar una histriónica carcajada, miró hacia atrás y contempló la descomunal bomba que echaría en unos minutos sobre la villa. Su obra maestra.

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