El Caserón
El Caserón
Buenas, querido lector. Si tiene este texto entre las manos, significa que está tan perdido como lo estoy yo, aunque es posible que usted o ustedes (por su bien espero que sea ustedes) tengan todavía una posibilidad.
Puede que piense que esto no es más que el escrito de un loco, pero puedo asegurarle que las palabras contenidas en este viejo manuscrito son tan reales como la sangre con que fueron escritas. Bueno, era una broma, no es más que un bic rojo, pero me concedo estas licencias cómicas en parte para darme ánimos para escribir, y en parte porque creo que estoy empezando a perder la razón. Antes de empezar a contar mi historia, permítanme un consejo. No continúen con la lectura y simplemente abandonen este viejo caserón. Sé con toda seguridad que su coche, motocicleta o cualquier otro vehículo con el que hayan llegado no funciona. Eso mismo me pasó a mí. Aun así, lárguense de aquí, aunque sea caminando. Sí, lo sé: son muchos kilómetros antes de llegar a la carretera general, pero es preferible a los horrores que se contienen entre las paredes mugrientas de este lugar. Se me acaba el tiempo, así que, damas y caballeros, sin más dilación empezaré con mi historia.
Trabajo, o más bien trabajaba, en una famosa multinacional de la que poco importa ahora el nombre. Sólo quiero que sepáis que yo era una persona de cierta relevancia. Pero a lo que estamos: hay quien diría que soy un adicto al trabajo, pero eso no es cierto del todo. Es cierto que trabajaba mucho, pero era lo que requería el puesto. La verdad es que no me gusta nada trabajar, así que cuando mis amigos me propusieron pasar un fin de semana en el pueblo de uno de ellos no lo dudé ni un segundo. Acepté de inmediato, y un par de semanas después salimos de viaje en el viejo coche de Tomás, el que hasta hace unas horas era mi mejor amigo. Y digo esto porque ahora está muerto, y pronto yo acabaré como él. Pero no nos precipitemos. Como decía, salimos en el coche de Tomás. Eso fue hace dos días. Era un viernes por la tarde, y cuando salí de trabajar me esperaba en la calle el vehículo. Todos esperaban dentro, y me saludaron con entusiasmo en cuanto atravesé los portales y abandoné el edificio. Les saludé con un efusivo movimiento de cabeza y me acerqué a ellos. Mi jefe había salido conmigo y me observaba atentamente, así que no podía compartir el mismo entusiasmo en público. Me habían reservado el asiento del copiloto. En cuanto me senté en mi puesto estreché la mano de Tomás. En los asientos traseros estaban Luis, Lucas y Paco, tres amigos más que se venían también al pueblo.
—Sales tarde, Javier —dijo Tomás mientras se encendía un cigarrillo—. ¿Otra vez tu jefe?
—Cállate, que está ahí mirando —respondí entre susurros mientras echaba furtivas miradas hacia atrás. Mi superior era simple y llanamente un cabrón. Salía tarde, y mi amigo tenía mucha razón al echarle la culpa a mi jefe.
—Bueno, entonces dejemos el tema —dijo Tomás—. ¿Todos listos, niños? ¿Nadie tiene pis? Entonces, perfecto: nos piramos.
Mi amigo giró la llave del contacto y el motor rugió con estruendo. Con un par de volantazos, el coche dio un tremendo giro y salió disparado calle arriba, ante la atenta mirada de mi jefe. Entramos en la autopista e iniciamos el viaje. Nos mantuvimos en ella hasta que, antes de llegar al peaje, Tomás decidió coger un desvío y seguir por una carretera secundaria. Creo que ese fue el peor error que cometimos. La oscuridad de la noche nos alcanzó en poco más de dos horas, y el coche avanzaba, todavía sin que llegárabamos a atisbar una pista que nos indicara a qué distancia estaba el pueblo. Durante unas horas más, la carretera siguió igual, pero Tomás parecía tranquilo. El resto empezamos a impacientarnos, y Lucas, que se había traído unas latas de cerveza y había dado cuenta de casi todas, dijo entre cabreado y divertido:
—Joder, Tomás, ya te has perdido. Hace horas que teníamos que haber llegado a tu jodido pueblo.
—Calla, coño —gruñó mi amigo—, no me he perdido. Sé que en algún lugar tiene que haber un desvío, aunque no recordaba que fuera tan lejos.
—Bueno, más motivos para pensar que te has perdido —dije entre risas.
—¿Tú también? Jamás lo hubiera pensado de ti. ¡Ah, mirad! Ahí está el desvío, hombres de poca fe.
A unos cincuenta metros de distancia, los focos del coche iluminaron una carretera secundaria que iba hacia la derecha. A un lado, había un cartel descolorido con una palabra tan borrosa que resultaba ilegible. Tomás detuvo el vehículo junto la bifurcación y observó la nueva vía. Discurría entre la floresta de un espeso bosque, y con la oscuridad imperante no se distinguía el final. No sabía muy bien por qué, pero a mí esa carretera me daba escalofríos.
—¿Estás seguro de que es por ahí? —preguntó Luis—. Ese cartel no se puede leer, y no me gusta nada este camino.
—Sí, estoy seguro —respondió Tomás—. El cartel se podía leer, pero ha pasado mucho tiempo desde que no voy al pueblo, así que es posible que el paso del tiempo lo haya estropeado.
—Entonces continúa ya —resopló Paco con los ojos cerrados—; me muero de sueño.
Tomás hizo caso a nuestro amigo y su coche salió disparado por la nueva calzada. El automóvil dejaba atrás árboles y arbustos a gran velocidad, pero tras una hora larga el bosque continuaba, y no había traza de que llegáramos pronto al pueblo. Transmitimos todos nuestra impaciencia a Tomás, quien a regañadientes accedió a dar la vuelta y volver a la ciudad. Justo en ese momento, los faros alumbraron las paredes de una enorme casa. Tomás frenó de golpe y miró extrañado la construcción. Según nos contó, no recordaba en absoluto aquel lugar. Acabó reconociendo que quizás se había perdido. Al final decidimos acercarnos para preguntar la dirección o, en caso de que no la supiesen, volvernos a la ciudad. Tomás condujo despacio, y a medida que nos acercábamos se iba levantando un viento frío. Aparcamos junto la verja, que misteriosamente estaba abierta, y contemplamos la casa al otro lado del muro. Sus paredes estaban agrietadas y llenas de enredaderas, mientras que las ventanas parecían tapiadas con tablones. La puerta de entrada se presentaba entreabierta. Era evidente que la construcción estaba abandonada, y realmente era un caserón enorme. Tomás parecía decepcionado, pero no veía más remedio que volverse. Justo cuando iba a poner la marcha atrás, el motor se paró en seco. Giró de nuevo la llave, pero el motor no reaccionó. Lo intento una vez más, y el resultado fue el mismo. Para colmo, aparte del viento frío empezó a llover a cántaros. Tomás intentó durante un rato arrancar el vehículo, pero seguía sin conseguirlo.
—Joder, tu coche la ha diñado —exclamó Lucas.
—No lo entiendo —dijo Tomás—. Lo he revisado a fondo esta mañana, estaba perfecto.
—Si ya decía yo que tenías que comprar un coche nuevo —dijo Luis—. ¿Cuántos años tiene este coche? ¿Veinte? ¿Treinta?
—Treinta y cinco, pero lo llevé hoy mismo al mecánico para una revisión, y dijo que estaba en perfecto estado. No sé, podría mirarlo yo mismo, pero ahora está demasiado oscuro. Será mejor que esperemos a mañana. Intentemos dormir un poco.
—Entonces propongo que durmamos en esa casa —dijo Paco—. No sé vosotros, pero yo soy incapaz de dormir con el tufo a cerveza y pies que salen de Lucas.
Yo iba a decir algo en contra de la proposición, pero como todos estaban a favor de la idea, me callé y acompañé a mis amigos al interior del caserón. El recibidor tenía un aspecto tan viejo y descuidado como el exterior, pero la atmósfera no parecía viciada y el tejado nos protegería de la lluvia. Estudié con atención el escenario que tenía ante mí. Casi todas las puertas aparecían arrancadas de sus marcos, y las que todavía se sostenían sobre los oxidados goznes, estaban rotas y polvorientas. Entramos en la primera habitación que encontramos, y nos llevamos una sorpresa al encontrar un gran dormitorio con cinco camas. Parecía una suerte que hubiera tantos lechos como inquilinos, pero a mí me dio mala espina. Era demasiada casualidad. Pero nuestra sorpresa sería mayúscula cuando descubrimos el interruptor junto la puerta. Lo pulsé despreocupadamente, pensando que no iba a funcionar, pero después de que chisporrotease un poco, la lámpara que colgaba sobre las camas se encendió. Después de la franca impresión, sacudimos el polvo de las descoloridas colchas y nos preparamos para dormir. El único que parecía no tener ganas de descansar era Lucas, que estaba bastante borracho. Nos dijo que quería tomarse unas cervezas más, y que para no molestarnos iba a dar un paseo e investigar un poco más la casa. Le dije que hiciera como quisiera, pero que tuviera cuidado. Después, me acosté.
Habían pasado unas cuantas horas cuando me desperté de golpe. Me había parecido oír un grito desgarrador. Mi corazón empezó a latir con rapidez y dejé de respirar para escuchar mejor. Todo fue silencio, excepto los ruidos de los animales nocturnos, afuera en el bosque. Poco a poco, el ritmo de mi corazón fue bajando, hasta que me encontré más tranquilo, pero la preocupación aún no había desaparecido. Me recosté de nuevo y cerré los ojos. Aunque me costó algo más que antes, finalmente conseguí quedarme dormido.
Me despertaron tarde, sobre las dos y media de la tarde. Cuando abrí los ojos me encontré cara a cara con Tomás, y pude ver la inquietud dibujada en su rostro. Cuando le pregunté lo que pasaba, me dijo que Lucas había desaparecido. Nos había alertado Paco, que se había levantando temprano y, al no ver a Lucas en su cama, decidió buscarlo por el caserón. Tras varios intentos fallidos de localizarlo, decidió despertar a los demás. Yo estaba tan profundamente dormido que no consiguieron despertarme, así que me dejaron en paz. Una vez que me desperecé, me uní a la búsqueda, pero fue tan inútil como la anterior. Parecía como si se lo hubiese tragado la tierra. Hicimos un alto sobre las cuatro para comer y para que Tomás revisase el coche. No encontró nada que aparentemente estuviese mal, pero seguía sin arrancar, así que volvimos al caserón y reanudamos la busca.
En esta ocasión descubrimos partes de la casa que aún no conocíamos, pero Lucas seguía sin aparecer. Encontramos unas escaleras que daban acceso a un oscuro sótano. Afortunadamente, un viejo y circular interruptor de plástico negro permitió encender las dos bombillas que colgaban del techo. Estaban tan llenas de telarañas como el resto de la habitación, y al fondo había una puerta de hierro oxidado. Llegamos a pensar que Lucas había entrado por ella, pero estaba cerrada con llave y no cedía ante nuestros empujones. Cuando la oscuridad de la noche hizo su presencia, decidimos dar por finalizada la búsqueda y retirarnos a nuestro cuarto. Sin embargo, Luis parecía no ser capaz de conciliar el sueño. Daba vueltas en la cama, se levantaba y caminaba de un lado hacia el otro. En uno de sus interminables paseos, me incorporé y me quedé observando.
—¿Qué te ocurre? —me animé a preguntar al fin—. ¿No puedes dormir? ¿Te preocupa Lucas? Tranquilo, no creo que haya salido de la casa, y dentro no lo hemos encontrado. Seguro que está escondido en algún lugar.
—Eso mismo pienso yo —dijo Luis—, pero todavía siento cierta inquietud. No sé, pero creo que esta casa es la que me pone de los nervios, no la desaparición de Lucas. Después de todo, no sería la primera que nos gasta este tipo de bromas. ¿Recuerdas la del año pasado, en aquel hotel de Mallorca?
—Sí, lo recuerdo —contesté, sin poder evitar sonreír y soltar una pequeña carcajada—. Estuvimos dos días buscándole, y al final estaba escondido en el armario de la habitación.
—Pues eso, todavía creo que nos está gastando una de sus bromitas, pero eso no me tranquiliza. Javier, tengo que confesarte una cosa: le tengo miedo a esta casa, le tengo un miedo atroz. Y una parte de mí cree que a Lucas le ha pasado algo, por eso he decidido que voy a buscarle. Tú y los demás seguid durmiendo, y nos veremos mañana, con o sin Lucas.
Antes de que pudiera detenerle, Luis atravesó la puerta del cuarto y se internó en las sombras del recibidor. Corrí hacia el canto, pero mi amigo ya había subido las escaleras que conducían a la planta de arriba. Cerré la puerta y me acosté, apretando la cara contra la almohada. Lo mismo que le ocurría a Luis me pasaba a mí. El caserón ejercía una perversa influencia sobre mí, y el terror que me producía cada vez era mayor. Había estado en multitud de casas abandonadas, pero ninguna me había dado tanto miedo como aquélla. Durante un buen rato estuve dando vueltas en la cama, sin ser capaz de dormir y con estas ideas en la cabeza. Y pensando en esas cosas, lo oí, y esta vez con claridad. Hasta mis oídos llegó un lastimoso alarido, e inmediatamente supe que era algo real. Salté de la cama y desperté a Tomás y Paco, que se mostraron al principio reacios a creerme, aunque cuando les dije con voz entrecortada que Luis se había ido a buscar a Lucas, se mostraron más interesados en mis palabras y más dispuestos a investigar el grito.
Salimos de la habitación y empezamos a buscar por el piso de arriba, por donde había visto dirigirse a Luis. Aparte de una habitación grande con una enorme cama de matrimonio hecha polvo y de un cuartucho más pequeño con una litera sucia y descolorida y juguetes rotos esparcidos por el suelo, no encontramos nada de interés. Me fijé en los retratos que colgaban de las paredes del pasillo. En todas ellas salía un hombre de aspecto serio y con un elegante y antiguo traje, una mujer de ojos y sonrisa perversa con un vestido también elegante, y dos niños gemelos con pantalones cortos, de aspecto tan maquiavélico como el de sus padres. No me gustaba nada la pinta de aquella gente, me daban escalofríos. Finalmente, volvimos a la primera planta y buscamos por allí.
Tal como había sucedido con Lucas, parecía que Luis también había desaparecido. Visitamos cada rincón de la casa, abrimos cada armario, incluso miré en los polvorientas baúles que encontré en algunas habitaciones. Intentamos localizar a Luis por todos los medios, pero todo era inútil. Al final acabamos otra vez en el sótano, pero no había rastro de él allí tampoco. Paco se acercó a la puerta metálica e intentó forzarla, pero se resistía a ceder, así que desistió en su esfuerzo y nos miró a mí y a Tomás.
—Esto no tiene sentido —dijo—. Empiezo a creer que esta casa esconde un terrible secreto. Creo que lo mejor será pasar nuestra última noche aquí y luego marcharnos.
—¿Estás loco? —estalló Tomás—. No podemos dejar aquí a Luis y a Lucas.
—Pues tendrán que aparecer antes o después —replicó Paco—. Si no aparecen mañana, nos iremos sin ellos. O ya han huido, o están muertos. Si los gritos que oyó Javier son ciertos, no me extrañaría nada.
—Me estás metiendo miedo —dije—. ¿Por qué no irnos ahora, entonces?
—Está demasiado oscuro, y el bosque es frondoso. Nos perderíamos.
Aunque no queríamos abandonar a su suerte a nuestros amigos, no encontramos otra solución, así que dimos media vuelta y nos dispusimos a dejar el sótano. Justo en ese momento, se oyó un chirrido tras la puerta metálica. Paco se acercó y giró el picaporte, pero seguía cerrada a cal y canto. Se giró hacia nosotros y nos sonrió con confianza, pero no había dado un solo paso cuando, de repente, la puerta se abrió con violencia. De la oscuridad surgieron unos brazos tan delgados que parecían huesos. Estaban extremadamente pálidos y llenos de arrugas, y terminaban en unas manos con unos dedos afilados como garras. Agarraron a Paco por los hombros y tiraron de él hacia atrás, hacia la oscuridad proveniente del interior del lugar tras la puerta. Nuestro amigo se agarró al marco para evitar ser arrastrado por los brazos. Yo y Tomás tratamos de correr hacia Paco y rescatarlo, pero detrás de él apareció una cabeza, una cabeza de aspecto humano pero tremendamente desfigurada. Estaba tan pálida como los brazos, y los huesos del cráneo se veían en algunas zonas desprovistas de la piel muerta que la envolvían. Mordió el cuello de Paco con unos dientes negros y quebrados, y cuando éste soltó el marco presa del dolor, la criatura se lo llevó a la sombras. Antes de que la puerta se cerrase de nuevo, Paco soltó un desgarrador grito, demasiado parecido al que había escuchado otras veces.
Tomás y yo corrimos tanto como pudimos. Ya no queríamos quedarnos a pasar la última noche; era preferible perderse en el bosque que quedarse en aquel siniestro caserón. Corrimos hacia la puerta de salida tan rápido como fuimos capaces, yo con el corazón desbocado. Pero cuando la abrimos, la idea de escapar quedó truncada. Afuera, la tenue luz de la luna alumbraba las siluetas de lo que parecían ser hombres encorvados que se acercaban lentamente a la casa. Andaban despacio y arrastrando los pies, y parecían más deambular sin ruta alguna que dirigirse a la casa. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, la luz del interior de la casa reveló sus rostros. Eran parecidas a las de la criatura que se había llevado a Paco. Nos vieron con sus ojos muertos y con un chillido de cólera o de lo que fuera, corrieron hacia nosotros. Yo estaba paralizado por el terror, así que Tomás tuvo que agarrarme y arrastrarme al interior de la casa. Cerró la puerta con violencia y me abofeteó para que recuperase el control.
Los zombis aporrearon la puerta, sin que pareciese que diesen con el picaporte. Al parecer, sus sencillos cerebros no eran lo suficientemente avanzados como para comprender la forma correcta de abrir una puerta. Eso nos daba una oportunidad para huir. Mientras corríamos, echaba furtivas miradas hacia la entrada. Por fin, los muertos vivientes consiguieron abrir la puerta y entraron en tropel. Lo que vi detrás de ellos me heló la sangre en las venas: una figura vestida con una larga túnica negra parecía dar órdenes a los no-muertos. Con una esquelética mano desprovista totalmente de piel y de carne, nos señalaba directamente a nosotros. Con la otra sostenía una guadaña. Aunque se cubría la cabeza con una capucha, sabía que debajo había una calavera. Era la viva representación de la muerte, tal y como la había visto en multitud de libros y películas.
Entramos en el dormitorio y cerramos la puerta. Los zombis nos persiguieron e intentaron abrirla, pero conseguimos cerrarla con llave. La golpearon con furia, pero si aguantaba hasta el día siguiente tendríamos una oportunidad de huir. Nos sentamos en el suelo para descansar, mientras el ruido de los porrazos embotaba nuestra mente, bueno, por lo menos la mía, aunque vista la cara de angustia de Tomás, creo que a él le pasaba lo mismo. Durante una media hora, el continuo golpeteo continuó, pero finalmente se fue acallando hasta desaparecer. Estuvimos un rato sin decir nada, hasta que Tomás rompió el silencio.
—Venga, intentemos por lo menos dormir. En cuanto amanezca, saldremos de aquí pitando.
—No sé si podré —dije—. No... no quiero salir de esta habitación jamás. Afuera están los zombis, y esa cosa..., esa cosa era la muerte, ¡la muerte! Dios, pobres Lucas, Luis y Paco...
—Tenemos que intentarlo, Javier —dijo Tomás—. Tenemos que hacerlo por nuestros amigos.
Iba a contestarle que tenía razón cuando una voz familiar nos interrumpió. Provenía claramente del otro lado de la puerta, y la reconocimos de inmediato, pero no podíamos creer que fuera él.
—Por favor, abridme la puerta —suplicaba—. Esto está infestado de zombis. Por el momento se han marchado, pero sé que volverán.
Tomás se incorporó y se acercó lentamente a la puerta. Agarró la llave que estaba en la cerradura y esperó. Poco después, la voz volvió a implorar que abriésemos la puerta.
—¿Q-quién es? —se atrevió a preguntar Tomás.
—¿Quién voy a ser, jodido mequetrefe? —dijo la voz con un tono entre divertido y asustado—. ¿Acaso te has olvidado de tu grandioso amigo Lucas? Venga, abre la puerta y déjame dormir hasta mañana, que tengo una resaca de tres pares de cojones.
Tomás se relajó y dibujó en su semblante una sonrisa aliviada. Parecía tan contento como yo de ver con vida a nuestro amigo Lucas. Sin pensárselo dos veces, giró la llave y abrió la puerta. Era cierto, al otro lado estaba Lucas, pero no el Lucas que conocíamos. Llevaba la misma ropa, y tenía el mismo rostro, pero por los arañazos en su cara, sus ojos muertos y porque le faltaba la piel de la mitad de la cara, supimos que se trataba de un zombi. Pero fue demasiado tarde para Tomás. Lo agarró con las manos y lo sacó de la habitación. Me incorporé de un salto para ayudarle, pero fue demasiado tarde. Una multitud de zombis se abalanzó sobre él y observé horrorizado cómo desgarraban su carne. Cuando dieron cuenta de él, se giraron hacia mí, pero fui capaz de cerrar la puerta y atrancarla.
Me acerqué entre triste y aterrado a una mesilla junto las camas, y me acordé de que llevaba en mi mochila un bloc y un bolígrafo. Los saqué y coloqué en la mesa. Me senté junto ella y cerré los ojos para alejar de mi mente el sonido de los zombis aporreando la puerta. Pensé que, aunque yo fuera a morir, cualquiera que fuese a parar a este caserón no tendría que sufrir la misma suerte, así que empecé a escribir. Durante todo el transcurso de esta historia, los zombis no han dejado de aporrear la puerta, y creo que dentro de poco va a ceder. Todavía quedan dos horas para que salga el sol, pero no estoy muy seguro de que tenga tanto tiempo. Bueno, eso es todo lo que pasó. Sé que quedan muchas interrogantes: ¿qué hay tras el portón del sótano? ¿Qué era esa cosa que interpreté como la muerte? ¿Qué coño pasa aquí? ¡Qué se le va a hacer! Sólo me resta repetir el consejo del principio: abandonad esta casa ahora mismo, ya deberíais haberlo hecho, antes de terminar mi escrito. Pero aún tenéis tiempo. Sólo espero tres cosas: que la puerta aguante hasta que salga el sol, que leáis esto antes del anochecer y, sobre todo, que le hagáis caso...
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