Entradas

Una noche de Pasión

  —Me has conocido en un momento extraño de mi vida   — decía la chica al muchacho que la acompañaba, mientras él la observaba embelesado. Clara y Luis caminaban despacio, de camino a la casa de ella. Aún quedaban bastantes horas para la madrugada, pero era bastante tarde. Se habían conocido en una discoteca de la ciudad en la que vivían y el chispazo había sido casi instantáneo. Después de bailar un poco y hablar y reír con sus amigos, se habían sentado en una mesa del local y, tras un rato de agradable charla, dieron rienda suelta a sus pasiones. Estuvieron besándose durante casi toda la noche y, cuando ella pensó que era buena hora para regresar a casa, él quiso acompañarla. Andaban cogidos de la mano, paseando bajo la luz de las farolas. De tanto en tanto, juntaban sus labios y volvían a besarse, sintiendo la lengua del otro. El cielo estaba despejado y una preciosa luna llena destacaba en un cielo negro y bañado de estrellas. Media hora después, llegaron al portal de Clara. Ella s

El Diablo escribe con la mano izquierda

Juan Pérez esperaba fuera de la oficina del presidente de la empresa. A pesar de que el sillón que ocupaba era extraordinariamente cómodo, era incapaz de calmar los nervios que aceleraban los latidos de su corazón. Incluso tenía un poco de miedo, y no sólo a perder su empleo. Había escuchado historias terribles acerca del hombre que iba a visitar, aunque él nunca las había tomado muy en serio. Pero en esos momentos, sentado tan cerca del despacho, no podía evitar que un escalofrío le recorriese la espalda. Miró a la secretaria, que tenía su escritorio a un lado del doble portón de cobre que separaba la oficina del presidente del resto del mundo. Se dedicaba a firmar documentos con la mano izquierda mientras que con la derecha asía el teléfono. Era atractiva, muy atractiva. A Juan no le importaría nada compartir unos instantes de pasión con ella, pero claro, su mujer no estaría muy de acuerdo. Los ojos de ella se cruzaron con su mirada, y sonrió. Otro escalofrío. No lo entendía, aparent

La Voz

Venga, hazlo ya . La voz dentro de su cabeza no paraba de hablarle, susurrarle cosas terribles que jamás hubieran pasado por su imaginación. No tiene sentido que lo demores por más tiempo, mátalos a todos, coge ese maldito trasto y acaba con ellos . —No —gimió el niño, acurrucado en un rincón de su habitación.  

Las Tijeras

—Miguel —gritó su madre desde el salón, donde estaba haciendo unos bordados—, tráeme las tijeras del costurero. Miguel se levantó de la cama donde leía unos tebeos y salió de su cuarto. El costurero estaba encima del chinero de la cocina. Las tijeras reposaban sobre una mantilla que su madre había bordado, en lo alto de la canastilla. Al chico no le gustaban aquellas tijeras. Siempre que las cogía tenía una sensación extraña, pero no sabía decir de qué se trataba. En ocasiones, cuando las tenía en las manos, sentía que no era él, e incluso alguna vez se había desvanecido. Pero lo peor era el sonido. Cada corte producía un chasquido, y ese chasquido parecía hablarle, pidiéndole que las cogiese y metiese los dedos en sus dedales metálicos. Nunca lo había hecho. Le daban un miedo atroz. Para Miguel Fernández esas tijeras eran perversas.  

Santa Compaña

Llegaba tarde al autobús. Se había retrasado haciendo las maletas, y el bus que iba hasta la estación de trenes salía en unas dos horas. Teniendo en cuenta que el camino hasta la estación le llevaba unas dos horas y media, era imposible que llegase a tiempo para coger el tren a Coruña. Sólo veía una solución, atravesar el bosque. No le hacía mucha gracia, porque ya eran casi las once de la noche y le daba un poco de miedo, aunque él no era supersticioso ni creía en fantasmas. Conocía muy bien la leyenda de la Santa Compaña, pero para él no era más que eso, una leyenda. Xosé Pazos, que iba a empezar a estudiar en la universidad, cargó con una mochila y salió de la casa donde vivía con sus padres.  

Moscas

De este relato no me gusta el final que le puse, pero lo dejo tal cual lo escribí. Moscas Su casa era inaccesible por los altos niveles de nieve, pero a él no le importaba. Ya estaba dentro, con la calefacción puesta, y no tenía necesidad de salir. Ya había completado su último trabajo, y ya había cobrado por ello. Porque Tomás Pereira era asesino a sueldo.  

El Hombre del Ojo de Cristal

La empresa en la que trabajaba su padre le había ofrecido un puesto de mayor responsabilidad y, por su puesto, salario. El nuevo destino se trataba de una ciudad pequeña y algo deprimente cuyo único atractivo era un fabuloso castillo, cuyo dueño era un misterioso personaje que rara vez se dejaba ver por las calles de la villa.